6.25.2011

Anais Nin, Henry y June



Anaïs Nin supo muy pronto que iba a ser escritora. A los siete años firmaba sus relatos: «Anaïs Nin, miembro de la Academia Francesa.» En su francés de colegiala escribió numerosos cuentos y obras de teatro que brotaban de forma espontánea de su imagina­ción sumamente dramática, acentuada por su necesidad de contro­lar a sus dos hermanos menores. Anaïs descubrió que solamente alcanzaba ese control contándoles historias interminables y dán­doles papeles en sus producciones teatrales. 
En 1914, a los once años, comenzó el ahora famoso diario como una serie de cartas a su padre, que había abandonado a la familia. Trataba al diario como a un confidente y escribió en él casi cada día de su vida, en francés hasta 1920, y en inglés después. (Los ma­nuscritos, que ocupan unas 35.000 páginas, se hallan en el Departa­mento de Colecciones Especiales de la Universidad de California, en Los Angeles.) La disciplina de escribir un diario sin lectores ni censura confirió a Anaïs, a lo largo de los años, una habilidad es­pecial para describir sus emociones, que alcanzó en el período de Henry y June, iniciado en 1931.
Escribió de forma continua, tanto obras de ficción como en el diario, durante cuarenta y cinco años más. La Anaïs del diario y la Anaïs novelista tenían una relación incómoda. En 1933 escribió en el diario: «Mi libro (una novela) y mi diario se interponen cons­tantemente el uno en el camino del otro. Me es imposible divorciar­los ni reconciliarlos. Sin embargo, soy más leal a mi diario. Incluyo páginas del diario en el libro, pero nunca pongo páginas del libro en el diario, lo cual viene a demostrar una lealtad humana a la au­tenticidad humana del diario.»
A finales de los años veinte, John Erskine le expresó a Anaïs que su diario contenía lo mejor que había escrito y ella empezó a darle vueltas a la idea de publicar «muchas de sus páginas». En aquel momento hubiera podido publicarse completo, pues no tenía nada que ocultar. Fue a partir de entonces cuando Anaïs elaboró varios planes de publicación: transformar el diario en ficción, pre­sentarlo bajo forma de diario con nombres ficticios, o bien incluir tanto nombres ficticios como reales. Sin embargo en 1932, año en que inició con Henry Miller lo que iba a convertirse en una bús­queda del amor perfecto que se prolongaría a lo largo de toda su vida, se dio cuenta de que no podría publicar el diario tal como lo escribía sin herir a su esposo, Hugh Guiler, así como a otros. Se dedicó, entonces, a publicar sus escritos en ficción.
A mediados de la década de los treinta, tras comprobar que con sus relatos y novelas no obtenía sino un reconocimiento limi­tado a su círculo, ideó otro método más factible de publicar el diario evitando el riesgo de herir a los demás. Decidió usar los nombres verdaderos pero, eso sí, omitiendo todo lo referente a su vida personal, a su marido y a sus amantes.
Después de leer Henry y June, cualquiera que conozca el primer diario publicado (1966) se dará cuenta de que se trataba de un ingeniosísimo recurso. Proba­blemente, la Anaïs del diario hubiera dado comienzo al texto ini­cial en su verdadero inicio, en 1914, mas la Anaïs novelista, siempre dominante, decidió empezar en 1931, el período más interesante y dramático, justo cuando acababa de conocer a Henry y June Miller. Es un repaso de ese período desde una perspectiva distinta y presenta un material que fue excluido del diario original y que nunca ha sido publicado. Era deseo de Anaïs que se contase toda la historia.
El texto ha sido extraído de los diarios treinta y dos a treinta y seis, titulados «June», «Los poseídos», «Henry», «Apoteosis y caí­da», y «Diario de una poseída», escritos entre octubre de 1931 y octubre de 1932. Se han elegido los pasajes que se centran en la historia de Anaïs, Henry y June. Se ha excluido en su mayoría el material aparecido en Diario I (1931-1934), aunque algunos frag­mentos aparecen repetidos con el fin de que el relato resulte cohe­rente.
Éste fue el período más fecundo de Anaïs en lo que hace refe­rencia al diario. Sólo en 1932, llenó seis cuadernos. En ellos encon­tramos sus primeras experiencias en el género erótico. La puritana muchacha católica, incapaz de describir en su diario lo que para su mente inocente no eran sino experiencias salaces de modelo, se enfrentaba ahora a la necesidad de registrar el despertar de su pa­sión. Naturalmente, ésta se vio influida por el estilo y el vocabulario de Henry Miller, pero a la pos­tre prevalece su propia voz y sus es­critos reflejan el frenesí emocional y físico de ese trascendental año de su vida. Jamás volvería a ser tan fogosa.

Rupert Pole. Albacea, Fideicomiso de Anaïs Nin Los Angeles, California. Febrero, 1986


PARÍS. OCTUBRE 1931

Mi primo Eduardo llegó ayer a Louveciennes. Charlamos a lo largo de seis horas. Él llegó a la misma conclusión que yo: que ne­cesito una mente mayor, un padre, un hombre más fuerte que yo, un amante que me guíe en el amor, porque todo lo demás es dema­siado autocreado. El impulso de crecer y de vivir intensamente es tan imperioso en mí que me es imposible resistirme a él. Trabajaré, amaré a mi marido, pero también me realizaré a mí misma.
Mientras hablábamos, Eduardo empezó a temblar de repente y me tomó la mano. Dijo que yo le pertenecía desde un buen co­mienzo, que un obstáculo se interponía entre nosotros: su miedo a la impotencia porque, al principio, yo había despertado en él un amor ideal. Le ha afectado enormemente el darse cuenta que los dos buscamos una experiencia que tal vez nos hubiéramos podido proporcionar mutuamente. También a mí me ha parecido extraño. Los hombres que quería no los podía conseguir. Pero estoy decidida a vivir la experiencia en cuando se cruce en mi camino.
–La sensualidad es un secreto poder en mi cuerpo –dije a Eduardo–. Algún día se manifestará, sana y abierta. Espera un poco.
¿O es que el secreto del obstáculo que se interpone entre no­sotros no consiste en que su tipo es la mujer corpulenta y rolliza, bien arraigada a la tierra, en tanto que yo seré siempre la virgen-prostituta, el ángel perverso, la mujer siniestra y virtuosa de dos caras?

Hugo llegó a casa tarde durante una semana seguida y yo no di muestras de enfado, tal como me había propuesto. El viernes em­pezó a preocuparse y dijo:
–¿No te das cuenta de que son las ocho menos veinte, de que he llegado muy tarde? –Los dos nos echamos a reír. No le gustó mi indiferencia.
Por otra parte, nuestras disputas, cuando se producen, parecen más intensas y emocionales. ¿Son nuestras emociones más fuertes ahora que les damos rienda suelta? En nuestras reconciliaciones se da cierta desesperación, una nueva violencia tanto en los enfados como en el amor. No persiste más que el problema de los celos. Es el único obstáculo a nuestra completa libertad. Ni siquiera puedo hacer mención a mi deseo de ir a un cabaret donde pudiéramos bai­lar con bailarines profesionales.
Ahora llamo a Hugo mi «pequeño magnate». Tiene un nuevo despacho privado del tamaño de un estudio. El edificio entero que ocupa el Banco es magnífico y estimulante. Muchas veces lo espero en la sala de juntas, donde hay unos murales con vistas aéreas de Nueva York, y siento que la fuerza de esa ciudad alcanza hasta aquí. Ya no me dedico a criticar su trabajo porque ese conflicto lo hunde. Ambos hemos aceptado al banquero genial como una realidad y al artista como una muy vaga posibilidad. Sin embargo, la psicología, que es un pensamiento científico, se ha convertido en eficaz puente entre sus actividades bancarias y mi trabajo de escritora. Dicho puente puede cruzarlo sin excesivos sobresaltos.
Es cierto, como dice Hugo, que yo llevo mis pensamientos y especulaciones al diario y que él sólo es consciente del dolor que puedo causarle cuando ocurre algún incidente. Sin embargo, yo soy su diario. Sólo es capaz de pensar en voz alta conmigo o a tra­vés mío. El domingo por la mañana empezó a pensar en voz alta acerca de las mismas cosas que yo había consignado en el diario, de la necesidad de orgías o de buscar satisfacción en otras direccio­nes. Cayó en la cuenta de esa necesidad mientras hablaba. Decía que ojalá pudiera ir al baile de Quartz Art. Se quedó tan sorpren­dido de sí mismo como yo ante la repentina alteración de su ex­presión, de la relajación de su boca, y de la aparición de unos ins­tintos que nunca hasta entonces habían aflorado a la superficie.
Intelectualmente me lo esperaba, y sin embargo me desmoroné. Sentí un agudo conflicto entre ayudarlo a aceptar su propia natu­raleza y preservar nuestro amor. En tanto le pedía perdón por mi debilidad, sollocé. Se mostró tierno y desesperadamente arrepentido; me hizo alocadas promesas que no acepté. Cuando cesó mi dolor, salimos al jardín.
Le propuse todo tipo de soluciones. Uno era que me dejara marchar a Zurich a estudiar para dejarle temporalmente en liber­tad. Nos dábamos plena cuenta de que no éramos capaces de hacer frente a nuestras nuevas experiencias ante los ojos del otro. Otra era dejarle vivir en París durante un tiempo: yo me quedaría en Louveciennes y le diría a mi madre que él se encontraba de viaje. Lo único que yo pedía era tiempo y distancia entre nosotros, que me permitieran enfrentarme a la vida a la que nos estábamos lan­zando.
Él rehusó. Dijo que en aquel momento no podría soportar mi ausencia. Sencillamente, habíamos cometido un error: habíamos progresado con demasiada rapidez. Habíamos provocado problemas que, físicamente, éramos incapaces de afrontar. Él estaba agotado, casi enfermo, y yo también.
Nuestro deseo es disfrutar de nuestra nueva intimidad durante cierto tiempo, vivir enteramente en el presente, posponer todo lo demás. Únicamente nos pedimos tiempo para volver a ser razona­bles, para aceptarnos a nosotros mismos y a las nuevas condiciones.
–¿El deseo de orgías es una de esas experiencias que es pre­ciso vivir? –pregunté yo a Eduardo–. Y, una vez vividas, ¿se pue­de seguir adelante, sin volver a sentir idénticos deseos?
–No. –dijo–. Una vida de liberación de los instintos se com­pone de diferentes estratos. El primero conduce al segundo, el se­gundo al tercero y así sucesivamente. Al final, se llega a los placeres anormales. No sabía cómo Hugo y yo podíamos preservar nuestro amor en esta liberación de los instintos. Las experiencias físicas, puesto que están faltas de la alegría del amor, requieren de artilugios y de perversiones para conseguir el placer. El placer anormal anula el gusto por el normal.
Todo esto, Hugo y yo lo sabíamos. Anoche, cuando hablamos, juró que no deseaba a nadie más que a mí. También yo estoy ena­morada de él, de modo que vamos a dejar este asunto en un se­gundo plano. Sin embargo, la amenaza de esos instintos díscolos está ahí, en el propio amor que sentimos.

6.02.2011

¡Que me engañen siempre asi! Narración del Marques de Sade..

Extracto de “Cuentos, historietas y fábulas” del Marques de Sade.

¡QUE ME ENGAÑEN SIEMPRE ASÍ!
Hay pocos seres en el mundo tan libertinos como el cardenal de..., cuyo nombre, teniendo en cuenta su todavía sana y vigorosa existencia, me permitiréis que calle. Su Eminencia tiene concertado un arreglo, en Roma, con una de esas mujeres cuya servicial profesión es la de proporcionar a los libertinos el material que necesitan como sustento de sus pasiones; todas las mañanas le lleva una muchachita de trece o catorce años, todo lo más, pero con la que monseñor no goza más que de esa incongruente manera que hace, por lo general, las delicias de los italianos, gracias a lo cual la vestal sale de las manos de Su Ilustrísima poco más o menos tan virgen como llegó a ellas, y puede ser revendida otra vez como doncella a algún libertino más decente. A aquella matrona, que se conocía perfectamente las máximas del cardenal, no hallando un día a mano el material que se había comprometido a suministrar diariamente, se le ocurrió hacer vestir de niña a un guapísimo niño del coro de la iglesia del jefe de los apóstoles; le peinaron, le pusieron una cofia, unas enaguas y todos los atavíos necesarios para convencer al santo hombre de Dios. No le pudieron prestar, sin embargo, lo que le habría asegurado verdaderamente un parecido perfecto con el sexo al que tenía que suplantar, pero este detalle preocupaba poquísimo a la alcahueta... «En su vida ha puesto la mano en ese sitio -comentaba ésta a la compañera que la ayudaba en la superchería-; sin ninguna duda explorará única y exclusivamente aquello que hace a este niño igual a todas las niñas del universo; así, pues, no tenemos nada que temer...»

Pero la comadre se equivocaba. Ignoraba sin duda que un cardenal italiano tiene un tacto demasiado delicado y un paladar demasiado exquisito como para equivocarse en cosas semejantes; comparece la víctima, el gran sacerdote la inmola, pero a la tercera sacudida:
-¡Per Dio santo! -exclama el hombre de Dios-. ¡Sono ingannato, quésto bambino è ragazzo, mai non fu putana!
Y lo comprueba... No viendo nada, sin embargo, excesivamente enojoso en esta aventu- ra para un habitante de la ciudad santa, Su Eminencia sigue su camino diciendo tal vez como aquel campesino al que le sirvieron trufas en lugar de patatas: «¡Qué me engañen siempre así!» Pero cuando la operación ha terminado:
-Señora -dice a la dueña-, no os culpo por vuestro error.
-Perdonad, monseñor.
-No, no, os repito, no os culpo por ello, pero si esto os vuelve a suceder no dejéis de advertírmelo, porque... lo que no vea al principio lo descubriré más adelante.